Muy bien habría logrado reunir
aquí Martín Dozal sus dos, sus tres docenas de libros, su Baudelaire, su
Juan Ramón Jiménez, su Miguel Hernández, su Pablo Neruda, su Octavio
Paz. 2, 3 docenas de libros; ah, que bello es decirlo aquí, los 20, los
30 libros, qué amoroso resulta, qué callada y paciente aventura esconde.
Han venido uno a uno hasta llegar a sus manos- y ahora a las mías-, y
aquí están para esa visita antigua, renovada, que se convino con
nuestras gentes, de sus manos a las nuestras, de nuestros ojos a los
suyos, ¿cómo decirlo?, años no, sueños atrás, desde entonces, desde
aquel entonces -éste de hoy mismo, éste de no importa qué día de
visita-, tan lleno de la confiada seguridad moral, del sosiego cálido y
humilde con que nos miran a través de esa forma severa y religiosa que
aquí toma el amor, cuando vienen a visitarnos, nuestras gentes y
nuestros libros, cuando vienen a visitarnos y a quedarse aquí en la
cárcel con nosotros, todo lo que nos ama y lo que amamos. Han venido
desde los años y los sueños más distantes y más próximos y aquí están en
la celda que ocupamos Martín Dozal y yo, su Baudelaire, su Proust, mi
Baudeliare, mi Proust, nuestro Octavio Paz.
Martín Dozal lee a
Octavio Paz; tus poemas, Octavio, tus ensayos, los lee, los repasa y
luego medita largamente, te ama largamente, te reflexiona, aquí en la
cárcel todos reflexionamos a Octavio Paz, todos estos jóvenes de México
te piensan, Octavio, y repiten los mismos sueños de tu vigilia.
Pero puesto que estas palabras se escriben para hablar de ti, Octavio,
antes de hablar de estos jóvenes que en la cárcel de Lecumberri leen tu
obra, he de decirte quién es Martín Dozal, mi compañero de celda, mi
hermano, Octavio, nuestro hermano.
Un día cualquiera de este mes
de julio, Martín cumplió 24 años y realmente ésa es la cosa: está preso
por tener 24 años, como los demás, todos los demás, ninguno de los
cuales llega todavía a los treina y por ello están presos, por ser
jóvenes, del mismo modo en que tú y yo lo estamos también, con nuestros
cincuenta y cinco años cada uno, también por tener esa juventud del
espíritu, tú, Octavio Paz, gran prisionero en libertad, en libertad bajo
poesía. Porque si leen a Octavio Paz es por algo. No son los jóvenes ya
obesos y solemnes de allá afuera, los secretarios particulares, los
campeones de oratoria, los ganadores de flores naturales, los futuros
caciques gordos de Cempoala, el sapo inmortal. Son el otro rostro de
México, del México verdadero, y ve tú, Octavio Paz, míralos prisioneros,
mira a nuestro país encarcelado con ellos. Martín Dozal lee a Octavio
Paz en prisión. Hay que darse cuenta de todo lo que esto significa, cuán
grande cosa es, qué profunda esperanza tiene este hecho sencillo. Hubo
pues de venir este tiempo, estos libros, esta enseñanza que nos
despierta.
Martín Dozal tiene 24 años, es un joven maestro
inalcanzable y bello que trabajaba sus 24 años, sus 24 horas diarias en
las aulas, en las escuelas, en las asambleas, que enseñaba poesía o
matemáticas e iba de un lado para otro, con su iracunda melena, con sus
brazos, entre las piedras secas de este país, entre los desnudos huesos
que machacan otros huesos, entre los tambores de piel humana, en el país
ocupado por el siniestro cacique de Cempoala.
No, Octavio, el
sapo no es inmortal, a causa, tan sólo, del hecho vivo, viviente, mágico
de que Martín Dozal, este maestro, en cambio, sí lo lea, este muchacho
preso, este enorme muchacho libre y puro. Y así en otra celdas y otras
crujías, Octavio Paz, en otras calles, en otras aulas, en otros
colegios, en otros millones de manos, cuando ya creíamos perdido todo,
cuando mirabas a tus pies con horror el cántaro roto. Ay, la noche de
México, la noche de Cempoala, la noche de Tlaltelolco, el esculpido
rostro de sílex que aspira el humo de los fusilamientos. Este grandioso
poema tuyo, ese relámpago, Octavio, y el acatamiento hipócrita, la falsa
consternación y el arrepentimiento vil de los acusados, de los
periódicos, de los sacerdotes, de los editoriales, de los
poetas-consejeros, acomodados, sucios, tranquilos que gritaban al ladrón
y escondían rápidamente sus monedas, su excremento, para conjurar lo
que se había dicho, para olvidarlo, para desentenderse, mientras Martín
Dozal -entonces de 15 años, de 18, no recuerdo- lo leía y lloraba de
rabia y nos hacíamos todos las mismas preguntas del poema: "¿Sólo el
sapo es inmortal?"
Hemos aprendido desde entonces que la única
verdad, por encima y en contra de todas las miserables y pequeñas
verdades de partidos, de héroes, de banderas, de piedras, de dioses, que
la única verdad, la única libertad es la poesía, ese canto lóbrego, ese
canto luminoso.
Vino la noche que tú anunciaste, vinieron los
perros, los cuchillos, "el cántaro roto caído en el polvo", y ahora que
la verdad te denuncia y te desnuda, ahora que compareces en la plaza
contigo y con nosotros, para el trémulo cacique de Cempoala has dejado
de ser poeta. Ahora, a mi lado, en la misma celda de Lecumberri, Martín
Dozal lee tu poesía.
CÁRCEL PREVENTIVA, 19 DE JULIO DE 1969.
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