miércoles, 27 de abril de 2016

Carta de José Revueltas a Octavio Paz


Muy bien habría logrado reunir aquí Martín Dozal sus dos, sus tres docenas de libros, su Baudelaire, su Juan Ramón Jiménez, su Miguel Hernández, su Pablo Neruda, su Octavio Paz. 2, 3 docenas de libros; ah, que bello es decirlo aquí, los 20, los 30 libros, qué amoroso resulta, qué callada y paciente aventura esconde. Han venido uno a uno hasta llegar a sus manos- y ahora a las mías-, y aquí están para esa visita antigua, renovada, que se convino con nuestras gentes, de sus manos a las nuestras, de nuestros ojos a los suyos, ¿cómo decirlo?, años no, sueños atrás, desde entonces, desde aquel entonces -éste de hoy mismo, éste de no importa qué día de visita-, tan lleno de la confiada seguridad moral, del sosiego cálido y humilde con que nos miran a través de esa forma severa y religiosa que aquí toma el amor, cuando vienen a visitarnos, nuestras gentes y nuestros libros, cuando vienen a visitarnos y a quedarse aquí en la cárcel con nosotros, todo lo que nos ama y lo que amamos. Han venido desde los años y los sueños más distantes y más próximos y aquí están en la celda que ocupamos Martín Dozal y yo, su Baudelaire, su Proust, mi Baudeliare, mi Proust, nuestro Octavio Paz.
Martín Dozal lee a Octavio Paz; tus poemas, Octavio, tus ensayos, los lee, los repasa y luego medita largamente, te ama largamente, te reflexiona, aquí en la cárcel todos reflexionamos a Octavio Paz, todos estos jóvenes de México te piensan, Octavio, y repiten los mismos sueños de tu vigilia.
Pero puesto que estas palabras se escriben para hablar de ti, Octavio, antes de hablar de estos jóvenes que en la cárcel de Lecumberri leen tu obra, he de decirte quién es Martín Dozal, mi compañero de celda, mi hermano, Octavio, nuestro hermano.

Un día cualquiera de este mes de julio, Martín cumplió 24 años y realmente ésa es la cosa: está preso por tener 24 años, como los demás, todos los demás, ninguno de los cuales llega todavía a los treina y por ello están presos, por ser jóvenes, del mismo modo en que tú y yo lo estamos también, con nuestros cincuenta y cinco años cada uno, también por tener esa juventud del espíritu, tú, Octavio Paz, gran prisionero en libertad, en libertad bajo poesía. Porque si leen a Octavio Paz es por algo. No son los jóvenes ya obesos y solemnes de allá afuera, los secretarios particulares, los campeones de oratoria, los ganadores de flores naturales, los futuros caciques gordos de Cempoala, el sapo inmortal. Son el otro rostro de México, del México verdadero, y ve tú, Octavio Paz, míralos prisioneros, mira a nuestro país encarcelado con ellos. Martín Dozal lee a Octavio Paz en prisión. Hay que darse cuenta de todo lo que esto significa, cuán grande cosa es, qué profunda esperanza tiene este hecho sencillo. Hubo pues de venir este tiempo, estos libros, esta enseñanza que nos despierta. 

Martín Dozal tiene 24 años, es un joven maestro inalcanzable y bello que trabajaba sus 24 años, sus 24 horas diarias en las aulas, en las escuelas, en las asambleas, que enseñaba poesía o matemáticas e iba de un lado para otro, con su iracunda melena, con sus brazos, entre las piedras secas de este país, entre los desnudos huesos que machacan otros huesos, entre los tambores de piel humana, en el país ocupado por el siniestro cacique de Cempoala.

No, Octavio, el sapo no es inmortal, a causa, tan sólo, del hecho vivo, viviente, mágico de que Martín Dozal, este maestro, en cambio, sí lo lea, este muchacho preso, este enorme muchacho libre y puro. Y así en otra celdas y otras crujías, Octavio Paz, en otras calles, en otras aulas, en otros colegios, en otros millones de manos, cuando ya creíamos perdido todo, cuando mirabas a tus pies con horror el cántaro roto. Ay, la noche de México, la noche de Cempoala, la noche de Tlaltelolco, el esculpido rostro de sílex que aspira el humo de los fusilamientos. Este grandioso poema tuyo, ese relámpago, Octavio, y el acatamiento hipócrita, la falsa consternación y el arrepentimiento vil de los acusados, de los periódicos, de los sacerdotes, de los editoriales, de los poetas-consejeros, acomodados, sucios, tranquilos que gritaban al ladrón y escondían rápidamente sus monedas, su excremento, para conjurar lo que se había dicho, para olvidarlo, para desentenderse, mientras Martín Dozal -entonces de 15 años, de 18, no recuerdo- lo leía y lloraba de rabia y nos hacíamos todos las mismas preguntas del poema: "¿Sólo el sapo es inmortal?"

Hemos aprendido desde entonces que la única verdad, por encima y en contra de todas las miserables y pequeñas verdades de partidos, de héroes, de banderas, de piedras, de dioses, que la única verdad, la única libertad es la poesía, ese canto lóbrego, ese canto luminoso.

Vino la noche que tú anunciaste, vinieron los perros, los cuchillos, "el cántaro roto caído en el polvo", y ahora que la verdad te denuncia y te desnuda, ahora que compareces en la plaza contigo y con nosotros, para el trémulo cacique de Cempoala has dejado de ser poeta. Ahora, a mi lado, en la misma celda de Lecumberri, Martín Dozal lee tu poesía.

CÁRCEL PREVENTIVA, 19 DE JULIO DE 1969.

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