jueves, 17 de noviembre de 2016

TRÓPICO DE CANCER (Fragmento) Henry Miller





  “La última noche de su estancia en París la dedicó al «asunto de la jodienda». Ha tenido un día muy atareado: conferencias, cablegramas, entrevistas, fotografías para los periódicos, despedidas afectuosas, consejos a los fieles, etc., etc. A la hora de cenar decide olvidarse de sus preocupaciones. Pide champán con la comida, da palmas para llamar al garcon en general se comporta como lo que es: un campesino zafio. Y como se ha dado un hartazgo con todos los sitios elegantes, ahora sugiere que le enseñe algo más primitivo. Le gustaría ir a un sitio muy barato, y pedir dos o tres chicas a la vez. Lo llevo por el Boulevard de la Chapelle, advirtiéndole constantemente que tenga cuidado con la cartera. Por Aubervilliers nos metemos en un tugurio barato e inmediatamente tenemos un corro de ellas a nuestra disposición. Al cabo de unos minutos está bailando con una puta desnuda, una rubia enorme con arrugas en las mejillas. Veo el culo de ésta reflejado una docena de veces en los espejos que cubren las paredes... y esos dedos de él, obscenos y nudosos, que la agarran tenazmente. La mesa está llena de vasos de cerveza, la pianola está jadeando. Las chicas que no tienen cliente están sentadas plácidamente en los bancos de cuero, rascándose tranquilamente como una familia de chimpancés. Hay una especie de pandemónium mitigado en la atmósfera, una impresión de violencia reprimida, como si la explosión esperada requiriera el advenimiento de algún detalle completamente insignificante, algo microscópico pero totalmente impremeditado, completamente inesperado. En esa especie de semiarrobamiento que te permite participar en un acontecimiento y, aun así, permanecer completamente aparte, el pequeño detalle que faltaba empezó oscura pero insistentemente a coagularse, a adquirir una forma caprichosa y cristalina, como la escarcha que se acumula en el cristal de la ventana. Y como esos dibujos de la escarcha que parecen tan extraños, tan totalmente libres y fantásticos pero que, aun así, están determinados por las más rígidas leyes, esa sensación que empezó a tomar forma en mi interior parecía obedecer también a leyes ineluctables. Todo mi ser respondía a los dictados de un ambiente que no había experimentado nunca; lo que podría llamar mi yo parecía contraerse, condensarse, escapar de los límites antiguos y habituales de la carne cuyo perímetro conocía sólo las modulaciones de las extremidades nerviosas. 
     Y cuanto más sustancial, más sólido se volvía mi centro, más delicada y extravagante aparecía la realidad inmediata, palpable, de la que iba quedando separado. En la misma medida en que me volvía cada vez más metálico, la escena que se producía ante mis ojos iba adquiriendo mayor amplitud. La tensión era ya tan intensa, que la introducción de una sola partícula extraña, aunque fuera una partícula microscópica, como digo, habría hecho añicos todo. Por una fracción de segundo quizá, experimenté esa claridad total que, según dicen, el epiléptico tiene el privilegio de conocer. En aquel momento perdí completamente la ilusión del tiempo y del espacio: el mundo desplegó su drama simultáneamente a lo largo de un meridiano sin eje. En aquella especie de eternidad pendiente de un hilo sentí que todo estaba justificado, supremamente justificado; sentí mis guerras interiores, que habían dejado esa pulpa y esos despojos; sentí los crímenes que bullían allí para surgir mañana en titulares sensacionales; sentí la miseria que estaba moliéndose a sí misma con almirez y mortero, la larga y triste miseria que se derrama gota a gota en pañuelos sucios. En el meridiano del tiempo no hay injusticia: sólo hay la poesía del movimiento que crea la ilusión de la verdad y del drama. Si en cualquier momento y en cualquier parte se encuentra uno cara a cara con lo absoluto, la gran simpatía que hace parecer divinos a hombres como Gautama y Jesús se enfría y se desvanece; lo monstruoso no es que los hombres hayan creado rosas a partir de este estercolero, sino que deseen rosas... Por una razón u otra, el hombre busca el milagro y para lograrlo es capaz de abrirse paso entre la sangre. Es capaz de corromperse con ideas, de reducirse a una sombra, si por un solo segundo de su vida puede cerrar los ojos ante la horrible fealdad de la realidad. Todo se soporta —ignominia, humillación, pobreza, guerra, crimen, ennui — gracias al convencimiento de que de la noche a la mañana algo ocurrirá, un milagro, que vuelva la vida tolerable. Y mientras tanto un contador está corriendo en su interior y no hay mano que pueda llegar hasta él para detenerlo. Mientras tanto alguien está comiendo el pan de la vida y bebiendo el vino, un sacerdote sucio y gordo como una cucaracha que se esconde en el sótano para zampárselo, mientras arriba, a la luz de la calle, una hostia fantasma toca los labios y la sangre está pálida como el agua. Y de ese tormento y miseria eternos no resulta ningún milagro, ni un vestigio microscópico de milagro. Sólo ideas, ideas pálidas, atenuadas, que hay que cebar mediante la matanza, ideas que brotan como bilis, como las tripas de un cerdo, cuando lo abren en canal.
     Y, por eso, pienso en el milagro que sería que ese milagro que el hombre espera eternamente resultara no ser sino esos dos enormes chorizos que el fiel discípulo soltó en el bidet. ¿Y si en el último momento, cuando la mesa del banquete esté puesta y resuenen los címbalos, apareciera de repente, y sin aviso alguno, una fuente de plata en la que hasta los ciegos pudiesen ver que no hay ni más ni menos que dos enormes chorizos de mierda? Creo que eso sería más milagroso que cualquier cosa que el hombre haya esperado. Sería milagroso porque no se habría soñado. Sería más milagroso que hasta el sueño más descabellado porque cualquiera podría imaginar esa posibilidad, pero nadie lo ha hecho nunca, y probablemente nadie lo hará jamás.
     En cierto modo la comprensión de que no había nada que esperar tuvo un efecto saludable para mí. Durante semanas y meses, durante años, durante toda mi vida, de hecho, había estado esperando que algo ocurriera, algún acontecimiento intrínseco que transformase mi vida, y en aquel momento, inspirado por la desesperanza de todo, sentí como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Al amanecer me separé del joven hindú, después de haberle sacado unos francos, los suficientes para pagar una habitación. Mientras caminaba hacia Montparnasse, decidí dejarme llevar por la corriente, no oponer la menor resistencia al destino, como quiera que se presentase. Nada de lo que me había ocurrido hasta entonces había bastado para destruirme; nada había quedado destruido, salvo mis ilusiones. Personalmente estaba intacto. El mundo estaba intacto. Mañana podría haber una revolución, una peste, un terremoto; mañana podría no quedar ni un alma a la que recurrir en busca de compasión, de ayuda, de fe. Me parecía que la gran calamidad ya se había manifestado, que no podía estar más auténticamente solo que en aquel preciso momento. Tomé la determinación de no aferrarme a nada, de no esperar nada, de vivir en adelante como un animal, como un depredador, un pirata, un saqueador. Aun cuando se declarara la guerra, y me tocase ir, agarraría la bayoneta y la hundiría, la hundiría hasta el puño. Y si la orden del día era violar, en ese caso violaría y con furia. En aquel preciso momento, en el tranquilo amanecer de un nuevo día, ¿acaso no estaba la tierra aturdida por el crimen y la miseria? ¿Acaso había resultado transformado un solo elemento de la naturaleza, transformado vital, fundamentalmente, por la marcha incesante de la historia? Pura y simplemente, el hombre se ha visto traicionado por lo que llama la parte mejor de su naturaleza. En los límites extremos de su ser espiritual el hombre se ha vuelto a encontrar desnudo como un salvaje. Cuando encuentra a Dios, por decirlo así, ha quedado despojado: es un esqueleto. Hay que excavar de nuevo en la vida para echar carne. El verbo ha de hacerse carne; el alma está sedienta. Me abalanzaré sobre cualquier migaja en que clave los ojos y la devoraré. Si vivir es lo supremo, entonces viviré, aun cuando deba volverme un caníbal. Hasta ahora he procurado salvar mi preciosa piel, he procurado preservar los pocos pedazos de carne que me cubren los huesos. Eso se acabó. He llegado al límite de la resistencia. Estoy de espaldas contra la pared; no puedo retroceder más. Por lo que se refiere a la historia, estoy muerto. Si hay algo más allá, tendré que reaccionar. He encontrado a Dios, pero no es suficiente. Sólo estoy muerto espiritualmente. Físicamente estoy vivo. Moralmente soy libre. El mundo que he abandonado es una casa de fieras. El amanecer se alza sobre un mundo nuevo, una jungla en que vagan espíritus flacos y con garras aguzadas. Si soy una hiena, soy una hiena flaca y hambrienta: salgo de caza para engordar.”


 

LOS DÍAS TERRENALES (Fragmento) José Revueltas






VIII

     "Fidel era un hombre… ¿cómo decirlo? —Gregorio se oprimió las sienes con los pulgares—, ¿cómo decirlo? Más bien que un hombre, un esquema, un fenómeno de deformación, de esquematismo espiritual. (Le causaba una impresión molesta la imagen, una impresión de cobardía e injusticia. Era desagradable pensar así de Fidel cuando junto a ese «esquematismo» tenía virtudes verdaderamente excepcionales.) Un hombre que infundía miedo por el peligro de que se reprodujese, hoy, mañana, aquí en México o en cualquier parte del mundo, con cien mil rostros, inexorable, taimado, lleno de abnegación y generosidad, lleno de pureza, ciego, criminal y santo. Una máquina, Dios mío, una máquina de creer. Gregorio conservó los ojos cerrados. Recordaba las actitudes de Fidel, sus opiniones, sus formas de concebir la vida.

     Una noche, antes de partir Gregorio de viaje en un carro de exprés donde el encargado, compañero del Partido, lo conduciría hasta el puerto de Tampico, aguardaban Fidel y Gregorio el momento de la partida sentados sobre una plataforma. El cielo veíase singularmente estrellado y los silbatos de las locomotoras tenían trémolos profundos, tristes, que vibraban en el aire, sacudiéndolo cual si lo desalojasen en ondulaciones sensibles cuyo fluir hería la propia epidermis. “No hay felicidad más grande que la de ser comunista”, había exclamado de pronto Fidel, en medio de aquella atmósfera que se antojaba impregnada de silencio. 

     Aquello no fue una explosión lírica. En esa abominable frase se basaba el pavoroso credo de Fidel. Con una falta absoluta de respeto por sí mismo, creía en su propia felicidad y, peor aún, en la estúpida felicidad del género humano. ¿Cómo iba a ser posible que ahora confesase, a despecho de esa creencia, su sufrimiento por cosas tales como el amor, la soledad, la muerte, la incertidumbre?

     — ¿Sabes? — le había replicado Gregorio en esa ocasión, apretando los dientes de cólera—. ¿Sabes que el hombre es el milagro más bello de la naturaleza? —hablaba con un énfasis romántico en sus palabras, conmoviéndose más y más a medida en que las oía—. ¿Por qué quieres rebajarlo entonces a la condición de un hermoso cerdo feliz? El hombre es la materia que piensa. ¿Comprendes? La materia consciente de que existe, es decir, consciente también de que dejará de existir. La “floración más alta” de la materia, llamaba Engels, ese señor al que no has leído nunca, al espíritu pensante. Ahora bien. Esa floración más alta ha de extinguirse, en virtud de una ley inexorable, dentro del espacio limitado, sistema solar o lo que quieras, en el tiempo infinito, en el devenir incesante y eterno de la materia. En esto, en la conciencia de esta extinción y de este acabamiento, radica la verdadera dignidad del hombre, quiere decir, su verdadero dolor, su desesperanza y su soledad más puras. Pues lo que pretendemos crear en última instancia es un mundo de hombres desesperanzados y solitarios. Claro que no en el sentido wherteriano y burgués de la palabra; no en el sentido estrechamente individualista, sino, en cierto modo, si lo quieres en el sentido bíblico, como lo expresa el Eclesiastés —había citado textualmente el versículo—: «En la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor». Ni más ni menos. El dolor de conocer. El sufrimiento de la sabiduría. Un hombre heroica, alegremente desesperado, irremediablemente solo. Ninguna creencia en absolutos. ¡A la chingada cualquier creencia en absolutos! Los hombres se inventan absolutos, Dios, Justicia, Libertad, Amor, etcétera, etcétera, porque necesitan un asidero para defenderse del Infinito, porque tienen miedo de descubrir la inutilidad intrínseca del hombre. Sí, lo asombroso no es la inexistencia de verdades absolutas, sino que el hombre las busque y las invente con ese afán febril, desmesurado, de jugador tramposo, de ratero a la alta escuela. En cuanto cree haber descubierto esas verdades, respira tranquilamente. Ha hecho el gran negocio. Ha encontrado una razón de vivir. ¡Bah! Hay que decirlo a voz en cuello: el hombre no tiene ninguna finalidad, ninguna “razón” de vivir. Debe vivir en la conciencia de esto para que merezca llamarse hombre. En cuanto descubre asideros, esperanzas, ya no es un hombre sino un pobre diablo empavorecido, amedrentado ante su propia grandeza, ante lo que puede ser su grandeza, indigno por completo de ella, indigno de ser la «floración más alta» de la materia. ¡Valiente comunismo el tuyo si se reduce tan sólo a pretender la desaparición de las clases sociales! ¡Desaparecerán las clases, no te quepa la menor duda! ¡Claro está! Pero ésa sólo es una etapa hacia el advenimiento del hombre. El hombre no ha nacido aún, entre muchas otras cosas, porque las clases no lo dejan nacer. Los hombres se han visto forzados a pensar y luchar en función de sus fines de clase y esto no los ha dejado conquistar su estirpe verdadera de materia que piensa, de materia que sufre por ser parte de un infinito mutable, y parte que muere, se extingue, se aniquila. ¡Luchemos por una sociedad sin clases! ¡Enhorabuena! ¡Pero no, no para hacer felices a los hombres, sino para hacerlos libremente desdichados, para arrebatarles toda esperanza, para hacerlos hombres!"