martes, 27 de diciembre de 2016

EL TIEMPO Y EL NÚMERO (José Revueltas)



El tiempo y el número

CAEN las cosas, dejan de ser, desaparecen
y algo las detiene en su propia sombra,
donde quedan, apagadas, vivas nada más
por el impulso de permanecer sin ser ya nada.

El amor mismo es una cosa
sobre la cual se enciman nuevas cosas
cada vez, un palimpsesto donde los
recuerdos son distintos a lo que recuerdan
y parecen bellos sin haberlo sido
porque la muerte los retoca con la compasión
y los disfraza de encuentros que no fueron
pero deben parecernos puros, para que el presente
nos acoja sin demasiada pena
y no nos arrebate el último pan.

Llegará ese día en que ya no tengamos
el cuerpo disponible y en que todo
lo pasado no sea sino un largo vacío,
montones de palabras dichas de otro modo
y lejanas voces, pensamientos y sombras
indiferentes y extranjeras.

Todo ello vuelto a ser en nuestra nada
vencida, nombres sin cuerpo
con los que intentaremos recubrir
una sorda vida distante y acabada
en la que fuimos nosotros mismos
otra cosa también.
Para El tiempo y el número
(Esquema para una prosa)

José Revueltas





 


LA HERIDA PRIMORDIAL por Marisol Vera Guerra




"Olvidamos –no queremos recordar– que la infancia conlleva arduas batallas en las que caben todos los horrores, porque los monstruos están debajo de la cama o detrás de las paredes o en la imagen que nos espía dentro del espejo; porque es en la infancia donde se nos revelan con libertad los temores primigenios –los que cubriremos con teorías cuando vistamos nuestro traje de hombres y mujeres racionales–; aquellos que hicieron a nuestros ancestros danzar bajo la Luna y encender fogatas para resguardarse de la oscuridad, cuando entre la largura de los árboles acechaban tigres y culebras –esos dioses devoradores– y en lo alto del firmamento vivía el rayo omnipresente. Porque toda la existencia del recién nacido pende de los brazos que lo arrullan; a los pocos minutos de abrirse la placenta no puede echarse a correr como una cebra para huir del predador ni cruzar las fronteras nebulosas que lo envuelven. 

Olvidamos que el nacimiento es nuestro primer destierro, la herida primordial que el resto de nuestras vidas pasaremos tratando de sanar. Hemos sido exiliados del útero, arrojados desde ese calor perpetuo que nos protegía, que abastecía nuestro cuerpo animado por el golpeteo del plexo materno. Ya no somos uno con la madre, ahora estamos divididos, nunca volveremos a estar dentro de ella, no escalaremos sus muslos ni enhebraremos nuestro llanto por el ojo de su sexo. Ella no volverá a ser la muchacha lozana que soñó con nosotros mientras acariciaba su abdomen cerrado y perfecto; ella ahora nos ha forjado de su costilla, de su arteria, de su dermis y la veremos envejecer y consumirse porque es el ciclo inexorable de la naturaleza. 

¿Quién ha de calmar ese miedo original sino la madre? Si una vez salidos de su vientre ella nos acoge, lame nuestra herida y nos acerca a su corazón estaremos bendecidos; no importarán los días nublados, ningún monstruo podrá alcanzar nuestros tobillos cuando demos el salto del colchón al suelo, ningún hada perniciosa podrá robarnos el alma detrás del espejo. Y si alguna de las criaturas que habitan los muros nos alcanza y nos rasguña la piel, ella, la madre, nos tejerá una piel nueva para que volvamos a danzar en los jardines.

Pero si ella nos aparta de su lengua curadora, si no nos da el regalo de sus brazos tibios porque acaso estos han sido talados como las ramas de ciertos robles, o si ella misma es una niña desolada y temblorosa que no ha acabado de nacer, entonces estaremos desvalidos, a merced de aquellas bestias milenarias que amenazan con hacernos trizas. Entonces tendremos que ir por el mundo desnudos, buscando el fuego y la leche, sin saber pronunciar la palabra amor, no la comprenderemos aunque desmenucemos sus fonemas, aunque nos la hagan repetir mil veces en los patios; nos llenaremos los pies de cardos y nuestra mirada será un pozo profundo desde donde no se verán las estrellas. Mas, si resistimos el frío, si aprendemos de a poco a cultivar flores en el suelo espinado, si somos capaces de zurcir nuestras propias roturas y de escuchar las voces de los pájaros, un buen día ocurrirá la transmutación: nosotros mismos seremos ahora una raíz que se ramifica para abastecer frutos nuevos y volveremos la mirada hacia aquella que tiembla en la orilla del sueño y tomaremos su mano y la envolveremos con los brotes tiernos de nuestro tallo y la acunaremos en nuestro vientre, maduro, para que beba el néctar que antes le fue negado".
 






Marisol Vera Guerra, escritora y editora mexicana.1 Su obra abarca diversos géneros literarios, entre los que destacan la poesía y el ensayo. Experimenta, también, con el dibujo, el videopoema y el performance.

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