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uno de mis mejores amigos (yo al menos le
considero amigo), uno de los mejores poetas de nuestra Época, está afligido, en
este momento, en Londres, con eso, y los griegos lo conocían y los Antiguos, y
puede caer sobre un hombre a cualquier edad, pero la edad más propicia es
finales de los cuarenta camino de los cincuenta, y yo lo concibo como
Inmovilidad: una debilidad de movimiento, una creciente falta de cuidado y de
asombro; lo concibo como La Actitud del Hombre Congelado, aunque difícilmente
pueda considerarse una ACTITUD, pero podría permitirnos enfocar el cadáver con
CIERTO humor; de otro modo, la negrura sería
demasiado. todos los hombres se ven afligidos, a veces, con la Actitud
del Hombre Congelado, y esto queda mejor indicado por frases tan lisas como
«sencillamente no puedo conseguirlo», o: «que se vaya todo a la mierda», o:
«dale recuerdos míos a Broadway». pero normalmente se recuperan enseguida y siguen
pegando a sus mujeres y dándole al reloj de fichar.
pero para mi amigo, La Actitud del Hombre
Congelado no puede tirarse debajo del sofá como el juguete de un niño. ¡ojalá
fuese posible! ha consultado a médicos de Suecia, Francia, Alemania, Italia,
Grecia, España e Inglaterra y nada pudieron hacer. uno de ellos le trató de
lombrices. otro le clavó pequeñas agujas en las manos, el cuello, la espalda,
miles de agujas. «quizás esto resulte», me escribió. «es muy probable que las
agujas resuelvan el asunto». en la siguiente carta me enteré de que estaba
probando con un chiflado del vudú. en la siguiente me decía que ya no intentaba
nada. el Hombre Congelado Definitivo. uno de los mejores poetas de nuestro
tiempo, paralizado allí en su cama en una pequeña y sucia habitación de
Londres, muriéndose de hambre, sobreviviendo a duras penas de limosnas; mirando
al techo de su cuarto incapaz de escribir ni de pronunciar palabra, y al fin
sin preocuparse por ello. su nombre es conocido en todo el mundo.
yo podía y puedo entender muy bien esta
caída del gran poeta en un barril de mierda, pues, curiosamente, por lo que
recuerdo, yo NACÍ con la Actitud del Hombre Congelado. uno de los ejemplos que
puedo recordar es cuando mi padre, un hombre, brutal, malvado y cobarde, me estaba
pegando en el baño con aquel largo asentador de navajas de cuero. Me pegaba con
mucha regularidad; yo había nacido antes del matrimonio y creo que él me echaba
la culpa de todos sus problemas. solía canturrear:
«¡ah cuando yo era soltero, entonces tenía siempre el bolsillo lleno!» pero no
cantaba muy a menudo. estaba demasiado ocupado atizándome. durante algún
tiempo, digamos antes de que yo llegase a la edad de siete u ocho años, a punto
estuvo de imponerme este sentido de culpa. y es que yo podía entender por qué
me pegaba. él buscaba denodadamente una razón. me obligaba a cortar la yerba
del pradillo una vez por semana, primero transversalmente y luego a lo largo, y
después debía igualar la yerba con tijeras. y si se me pasaba UNA hoja de yerba
en algún sitio, en el pradillo delantero o en el trasero, me zurraba de lo lindo.
después de la paliza, tenía que salir y regar la yerba. mientras, los otros
chavales jugaban al béisbol o al fútbol e iban convirtiéndose en humanos
normales. siempre llegaba el momento decisivo en el que el viejo se tumbaba en
el prado y ponía el ojo a ras con la yerba. siempre conseguía encontrar una.
«¡allí, YA LA VEO! ¡TE OLVIDASTE UNA! ¡TE OLVIDASTE UNA!» luego gritaba hacia
la ventana del baño donde, a aquellas alturas del proceso, estaba siempre mi
madre, una delicada señora alemana.
—¡olvidó UNA! ¡LA
VI! ¡LA VI!
luego oía la voz de mi madre:
—ah, así que SE OLVIDO UNA… ¡qué vergüenza, qué VERGÜENZA!
luego oía la voz de mi madre:
—ah, así que SE OLVIDO UNA… ¡qué vergüenza, qué VERGÜENZA!
creo que también
ella me echaba a mí la culpa de sus problemas.
—¡AL CUARTO DE BAÑO! —me gritaba él—. ¡AL CUARTO DE BAÑO!
—¡AL CUARTO DE BAÑO! —me gritaba él—. ¡AL CUARTO DE BAÑO!
y yo entraba en el baño y salía
a relucir el asentador y empezaba la paliza. pero aunque el dolor era terrible,
yo, yo mismo, me sentía completamente al margen de él. quiero decir que,
realmente, aquello no me interesaba; no significaba nada para mí. no tenía ningún
lazo con mis padres y así no sentía que hubiese ninguna violación de amor o
confianza o cariño. lo más difícil era el llanto. no quería llorar. era trabajo
sucio, como segar el pradillo. como cuando me daban el cojín para que me
sentara después, después de la paliza, después de regar el pradillo. yo tampoco
quería el cojín, así que, no queriendo llorar, un día decidí no hacerlo. lo
único que podía oírse era el chasquido del asentador de cuero contra mi culo
desnudo. era un sonido extraño, carnoso y horrendo en el silencio y yo miraba
fijamente los azulejos del baño. llegaban las lágrimas pero yo no emitía sonido
alguno. dejó de pegarme. normalmente me atizaba entre quince y veinte golpes. paró
cuando me había dado sólo siete u ocho. salió corriendo del baño:
—¡mamá, mamá, creo
que nuestro chico está LOCO, no llora cuando le pego!— ¿crees que estás loco, Henry?
—sí, mamá.
—oh, ¡qué fatalidad!
—sí, mamá.
—oh, ¡qué fatalidad!
no era más que la primera aparición IDENTIFICABLE
de El Muchacho Congelado. yo sabía que tenía algún problema pero no me
consideraba loco. era sólo que no podía entender cómo otras personas eran
capaces de enfadarse con tanta facilidad, luego olvidar su enfado con la misma facilidad
y ponerse alegres, ni cómo podían interesarse tanto por TODO cuando todo era tan
aburrido.
yo no era gran cosa en los deportes ni
jugando con mis compañeros porque tenía muy poca práctica. no era el típico
cobardica, no tenía ningún miedo ni tampoco era melindroso, y, a veces, hacía
cualquier cosa y todas mejor que ellos… pero sólo a ráfagas… no parecía
importarme en realidad. cuando me liaba a puñetazos con uno de mis amigos, jamás
conseguía enfadarme. Sólo peleaba como algo inevitable. no había otra salida.
yo estaba Congelado. no podía entender la CÓLERA ni la FURIA de mi adversario.
me veía estudiando su cara y su actitud, desconcertado por lo que veía, en vez
de intentar pegarle. de vez en cuando, le atizaba un buen golpe para ver si podía hacerlo, luego volvía a caer en la letargia.
entonces, como siempre,
mi padre salía corriendo de casa:
—¡se acabó! aquí no se pelea. se acabó. ¡kaput! ¡se acabó!
los chavales temían a mi padre. todos escapaban corriendo.
—vaya hombre estás hecho, Henry. ¡te pegaron otra vez!
yo no contestaba.
—¡mamá, nuestro chico dejó que le pegara Chuck Sloan!
—¿nuestro chico?
—sí, nuestro chico.
—¡qué vergüenza!
—¡se acabó! aquí no se pelea. se acabó. ¡kaput! ¡se acabó!
los chavales temían a mi padre. todos escapaban corriendo.
—vaya hombre estás hecho, Henry. ¡te pegaron otra vez!
yo no contestaba.
—¡mamá, nuestro chico dejó que le pegara Chuck Sloan!
—¿nuestro chico?
—sí, nuestro chico.
—¡qué vergüenza!
supongo que mi padre reconoció por fin en
mí al Hombre Congelado, pero aprovechó la situación en beneficio suyo cuanto
pudo. «los niños han de verse pero no oírse», solía decir. Esto para mí era
perfecto. no tenía nada que decir. nada me interesaba. estaba Congelado. antes,
después y siempre.
empecé a beber hacia los diecisiete con
chavales mayores que andaban holgazaneando por las calles y robaban en las
gasolineras y en las bodegas. interpretaron mi repugnancia hacia todo como
falta de miedo, pensaron que mi indiferencia era valor. yo era popular y no me
importaba serlo o no. estaba Congelado. me ponían delante grandes cantidades de
whisky y cerveza y vino. y lo bebía todo. nada podía emborracharme, de modo
palpable y definitivo. los otros caían al suelo, se peleaban, cantaban, se
tambaleaban y yo me quedaba tranquilamente sentado a la mesa bebiendo otro
vaso, sintiéndome cada vez menos con ellos, sintiéndome perdido, pero no había en
ello nada doloroso. sólo luz eléctrica y sonidos y cuerpos y poco más.
pero aún vivía con mis padres y era la
época de la Depresión, 1937, y a un muchacho de diecisiete años como yo le
resultaba imposible encontrar trabajo. volvía a casa de las calles, tanto por
hábito como por imposición de la realidad. y llamaba a la puerta.
una noche mi
madre abrió la mirilla de la puerta y gritó:
—¡está borracho!
¡está borracho otra vez!
y oí la gran voz al fondo de la habitación
—¿está borracho
OTRA VEZ?
mi padre se acercó a la mirilla:
—no te dejaré entrar. eres una desgracia para tu madre y para tu país.
—aquí fuera hace frío. como no abras la puerta la echo abajo. vine hasta aquí para entrar. Así que no hay más que hablar.
—no, hijo mío, tú no mereces entrar en mi casa. eres una desgracia para tu madre y para tu…
mi padre se acercó a la mirilla:
—no te dejaré entrar. eres una desgracia para tu madre y para tu país.
—aquí fuera hace frío. como no abras la puerta la echo abajo. vine hasta aquí para entrar. Así que no hay más que hablar.
—no, hijo mío, tú no mereces entrar en mi casa. eres una desgracia para tu madre y para tu…
fui hasta el fondo del porche, bajé el
hombro y cargué. no había en mi actitud ni en mi actuación cólera alguna, sólo
una especie de cálculo matemático, como si al llegar a cierta cifra tuvieras
que seguir trabajando con ella. me lancé contra la puerta. no se abrió pero
apareció una gran raja justo en el
centro abajo y, al parecer, la cerradura quedó medio rota. volví otra vez al fondo
del porche, bajé otra vez el hombro.
—está bien, entra
—dijo mi padre.
entré.
entré.
pero entonces la expresión de aquellos
rostros estériles, huecos, odiosa acartonada y pesadillesca hizo que mi
estómago lleno de alcohol diese un vuelco, me puse malo y vomité sobre su
magnífica alfombra que estaba decorada con El Árbol de la Vida.
vomité a gusto.
—¿sabes,
lo que le hacemos a un perro que se caga en la alfombra? — preguntó mi padre.
—no —dije yo.
—¡bien, pues le metemos la NARIZ allí! ¡para que no lo haga MÁS! no contesté. mi padre se acercó a mí y me puso la mano en la nuca. —tú eres un perro —dijo.
—no —dije yo.
—¡bien, pues le metemos la NARIZ allí! ¡para que no lo haga MÁS! no contesté. mi padre se acercó a mí y me puso la mano en la nuca. —tú eres un perro —dijo.
no contesté.
—¿tú sabes lo que
les hacemos a los perros, no?
seguía apretando
hacia abajo, bajándome la cabeza hacia mi lago de vómito sobre El
Árbol de la Vida.
—les metemos las
narices en su mierda para que no caguen más, nunca más.
allí estaba mi madre, la delicada señora
alemana, en camisón, mirando en silencio. yo siempre pensaba que ella quería
estar de mi parte pero era una idea totalmente falsa, fruto de chuparle los
pezones en otros tiempos. además, yo no tenía parte.
—oye, papá
—dije—, QUIETO.
—¡no, no, tú sabes lo que le hacemos a un PERRO!
—te digo que pares.
—¡no, no, tú sabes lo que le hacemos a un PERRO!
—te digo que pares.
siguió apretando, bajándome y bajándome
la cabeza. tenía casi la nariz en la vomitada. aunque yo era el Hombre
Congelado, Hombre Congelado significa Congelado, no fundido.
sencillamente no podía ver que
hubiese motivos para meterme la nariz en mi propio vómito. si hubiese habido
una razón yo mismo habría metido allí la nariz. no era cuestión de HONOR o RABIA,
era cuestión de verse desplazado de la MATEMÁTICA particular de uno. yo estaba,
para usar mi término favorito, disgustado.
—quieto —le dije—
¡te lo digo por última vez, estate quieto!
casi me metió la
nariz en el vómito.
giré, me agaché, y le enganché con un
gancho perfecto y majestuoso, le aticé de lleno en la barbilla y cayó hacia
atrás pesada y torpemente, todo un imperio brutal se fue a la mierda, por fin,
y él se derrumbó en su sofá, bang, los brazos abiertos, los ojos como los de un
animal drogado. ¿animal? el perro se había rebelado contra el amo. avancé hacia
el sofá, esperando que se levantara. no se levantó. se quedó simplemente mirándome.
no se levantaría. pese a toda su furia, mi padre había sido un cobarde. no me
sorprendió. luego pensé, si mi padre es cobarde, probablemente yo sea un
cobarde. pero al ser un Hombre Congelado, esto no me producía ningún dolor. no
importaba, ni siquiera cuando mi madre empezó a arañarme la cara con las uñas,
chillando y chillando:
—¡le pegaste a tu
PADRE! ¡le pegaste a tu PADRE! ¡le pegaste a tu PADRE!
no importaba, y por fin volví la cara del
todo hacia ella y la dejé rasgar y chillar, tajar con sus uñas, arrancarme carne
de la cara, la jodida sangre goteando y deslizándose por mi cuello y mi camisa,
salpicando el jodido Árbol de la Vida con
gotas y trozos de carne. esperé, sin interés ya.
—¡LE PEGASTE A TU
PADRE!
luego fue dándome
los arañazos más abajo. esperé. pero cesaron. Luego empezó otra vez, uno o dos.
—le… pegaste… a…
tu… padre…
—¿acabaste? —pregunté; creo que fueron las primeras palabras que le dirigí aparte de «sí» y «no» en diez años.
—sí —dijo ella.
—vete a tu dormitorio —dijo mi padre desde el sofá— te veré por la mañana, ¡por la mañana hablaremos!
—¿acabaste? —pregunté; creo que fueron las primeras palabras que le dirigí aparte de «sí» y «no» en diez años.
—sí —dijo ella.
—vete a tu dormitorio —dijo mi padre desde el sofá— te veré por la mañana, ¡por la mañana hablaremos!
sin embargo, por
la mañana El era el Hombre Congelado, aunque imagino que no por elección.
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