bres y mujeres racionales–; aquellos que hicieron a
nuestros ancestros danzar bajo la Luna y encender fogatas para resguardarse de
la oscuridad, cuando entre la largura de los árboles acechaban tigres y
culebras –esos dioses devoradores– y en lo alto del firmamento vivía el rayo
omnipresente. Porque toda la existencia del recién nacido pende de los brazos
que lo arrullan; a los pocos minutos de abrirse la placenta no puede echarse a
correr como una cebra para huir del predador ni cruzar las fronteras nebulosas
que lo envuelven.
Olvidamos
que el nacimiento es nuestro primer destierro, la herida primordial que el
resto de nuestras vidas pasaremos tratando de sanar. Hemos sido exiliados del
útero, arrojados desde ese calor perpetuo que nos protegía, que abastecía
nuestro cuerpo animado por el golpeteo del plexo materno. Ya no somos uno con
la madre, ahora estamos divididos, nunca volveremos a estar dentro de ella, no
escalaremos sus muslos ni enhebraremos nuestro llanto por el ojo de su sexo.
Ella no volverá a ser la muchacha lozana que soñó con nosotros mientras
acariciaba su abdomen cerrado y perfecto; ella ahora nos ha forjado de su
costilla, de su arteria, de su dermis y la veremos envejecer y consumirse
porque es el ciclo inexorable de la naturaleza.
¿Quién
ha de calmar ese miedo original sino la madre? Si una vez salidos de su vientre
ella nos acoge, lame nuestra herida y nos acerca a su corazón estaremos
bendecidos; no importarán los días nublados, ningún monstruo podrá alcanzar
nuestros tobillos cuando demos el salto del colchón al suelo, ningún hada
perniciosa podrá robarnos el alma detrás del espejo. Y si alguna de las
criaturas que habitan los muros nos alcanza y nos rasguña la piel, ella, la
madre, nos tejerá una piel nueva para que volvamos a danzar en los jardines.
Pero
si ella nos aparta de su lengua curadora, si no nos da el regalo de sus brazos
tibios porque acaso estos han sido talados como las ramas de ciertos robles, o
si ella misma es una niña desolada y temblorosa que no ha acabado de nacer,
entonces estaremos desvalidos, a merced de aquellas bestias milenarias que
amenazan con hacernos trizas. Entonces tendremos que ir por el mundo desnudos,
buscando el fuego y la leche, sin saber pronunciar la palabra amor, no la
comprenderemos aunque desmenucemos sus fonemas, aunque nos la hagan repetir mil
veces en los patios; nos llenaremos los pies de cardos y nuestra mirada será un
pozo profundo desde donde no se verán las estrellas. Mas, si resistimos el
frío, si aprendemos de a poco a cultivar flores en el suelo espinado, si somos
capaces de zurcir nuestras propias roturas y de escuchar las voces de los
pájaros, un buen día ocurrirá la transmutación: nosotros mismos seremos ahora
una raíz que se ramifica para abastecer frutos nuevos y volveremos la mirada
hacia aquella que tiembla en la orilla del sueño y tomaremos su mano y la
envolveremos con los brotes tiernos de nuestro tallo y la acunaremos en nuestro
vientre, maduro, para que beba el néctar que antes le fue negado".
Marisol Vera Guerra, escritora y editora mexicana.1 Su obra abarca diversos géneros literarios, entre los que destacan la poesía y el ensayo. Experimenta, también, con el dibujo, el videopoema y el performance.
https://www.facebook.com/marisol.veraguerra?lst=1355003199%3A1159774792%3A1482893315
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