VIII
"Fidel era un hombre… ¿cómo decirlo?
—Gregorio se oprimió las sienes con los pulgares—, ¿cómo decirlo? Más bien que
un hombre, un esquema, un fenómeno de deformación, de esquematismo espiritual.
(Le causaba una impresión molesta la imagen, una impresión de cobardía e
injusticia. Era desagradable pensar así de Fidel cuando junto a ese
«esquematismo» tenía virtudes verdaderamente excepcionales.) Un hombre que
infundía miedo por el peligro de que se reprodujese, hoy, mañana, aquí en México
o en cualquier parte del mundo, con cien mil rostros, inexorable, taimado,
lleno de abnegación y generosidad, lleno de pureza, ciego, criminal y santo.
Una máquina, Dios mío, una máquina de creer. Gregorio conservó los ojos
cerrados. Recordaba las actitudes de Fidel, sus opiniones, sus formas de
concebir la vida.
Una noche, antes de partir Gregorio de
viaje en un carro de exprés donde el encargado, compañero del Partido, lo conduciría
hasta el puerto de Tampico, aguardaban Fidel y Gregorio el momento de la
partida sentados sobre una plataforma. El cielo veíase singularmente estrellado
y los silbatos de las locomotoras tenían trémolos profundos, tristes, que
vibraban en el aire, sacudiéndolo cual si lo desalojasen en ondulaciones
sensibles cuyo fluir hería la propia epidermis. “No hay felicidad más grande
que la de ser comunista”, había exclamado de pronto Fidel, en medio de aquella
atmósfera que se antojaba impregnada de silencio.
Aquello no fue una explosión lírica. En
esa abominable frase se basaba el pavoroso credo de Fidel. Con una falta absoluta
de respeto por sí mismo, creía en su propia felicidad y, peor aún, en la estúpida
felicidad del género humano. ¿Cómo iba a ser posible que ahora confesase, a
despecho de esa creencia, su sufrimiento por cosas tales como el amor, la soledad,
la muerte, la incertidumbre?
— ¿Sabes? — le había replicado Gregorio en
esa ocasión, apretando los dientes de cólera—. ¿Sabes que el hombre es el
milagro más bello de la naturaleza? —hablaba con un énfasis romántico en sus
palabras, conmoviéndose más y más a medida en que las oía—. ¿Por qué quieres rebajarlo
entonces a la condición de un hermoso cerdo feliz? El hombre es la materia que
piensa. ¿Comprendes? La materia consciente de que existe, es decir, consciente
también de que dejará de existir. La “floración más alta” de la materia,
llamaba Engels, ese señor al que no has leído nunca, al espíritu pensante.
Ahora bien. Esa floración más alta ha de extinguirse, en virtud de una ley
inexorable, dentro del espacio limitado, sistema solar o lo que quieras, en el
tiempo infinito, en el devenir incesante y eterno de la materia. En esto, en la
conciencia de esta extinción y de este acabamiento, radica la verdadera dignidad
del hombre, quiere decir, su verdadero dolor, su desesperanza y su soledad más
puras. Pues lo que pretendemos crear en última instancia es un mundo de hombres
desesperanzados y solitarios. Claro que no en el sentido wherteriano y burgués
de la palabra; no en el sentido estrechamente individualista, sino, en cierto
modo, si lo quieres en el sentido bíblico, como lo expresa el Eclesiastés
—había citado textualmente el versículo—: «En la mucha sabiduría hay mucha
molestia; y quien añade ciencia, añade dolor». Ni más ni menos. El dolor de
conocer. El sufrimiento de la sabiduría. Un hombre heroica, alegremente
desesperado, irremediablemente solo. Ninguna creencia en absolutos. ¡A la
chingada cualquier creencia en absolutos! Los hombres se inventan absolutos,
Dios, Justicia, Libertad, Amor, etcétera, etcétera, porque necesitan un asidero
para defenderse del Infinito, porque tienen miedo de descubrir la inutilidad intrínseca
del hombre. Sí, lo asombroso no es la inexistencia de verdades absolutas, sino
que el hombre las busque y las invente con ese afán febril, desmesurado, de
jugador tramposo, de ratero a la alta escuela. En cuanto cree haber descubierto
esas verdades, respira tranquilamente. Ha hecho el gran negocio. Ha encontrado
una razón de vivir. ¡Bah! Hay que decirlo a voz en cuello: el hombre no tiene
ninguna finalidad, ninguna “razón” de vivir. Debe vivir en la conciencia de
esto para que merezca llamarse hombre. En cuanto descubre asideros, esperanzas,
ya no es un hombre sino un pobre diablo empavorecido, amedrentado ante su propia
grandeza, ante lo que puede ser su grandeza, indigno por completo de ella,
indigno de ser la «floración más alta» de la materia. ¡Valiente comunismo el
tuyo si se reduce tan sólo a pretender la desaparición de las clases sociales! ¡Desaparecerán
las clases, no te quepa la menor duda! ¡Claro está! Pero ésa sólo es una etapa
hacia el advenimiento del hombre. El hombre no ha nacido aún, entre muchas
otras cosas, porque las clases no lo dejan nacer. Los hombres se han visto
forzados a pensar y luchar en función de sus fines de clase y esto no los ha
dejado conquistar su estirpe verdadera de materia que piensa, de materia que
sufre por ser parte de un infinito mutable, y parte que muere, se extingue, se
aniquila. ¡Luchemos por una sociedad sin clases! ¡Enhorabuena! ¡Pero no, no
para hacer felices a los hombres, sino para hacerlos libremente desdichados,
para arrebatarles toda esperanza, para hacerlos hombres!"
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