“La última noche de su estancia en París la dedicó al «asunto de la
jodienda». Ha tenido un día muy atareado: conferencias, cablegramas,
entrevistas, fotografías para los periódicos, despedidas afectuosas, consejos a
los fieles, etc., etc. A la hora de cenar decide olvidarse de sus
preocupaciones. Pide champán con la comida, da palmas para llamar al garcon en general se comporta como lo que
es: un campesino zafio. Y como se ha dado un hartazgo con todos los sitios
elegantes, ahora sugiere que le enseñe algo más primitivo. Le gustaría ir a un
sitio muy barato, y pedir dos o tres chicas a la vez. Lo llevo por el Boulevard
de la Chapelle, advirtiéndole constantemente que tenga cuidado con la cartera.
Por Aubervilliers nos metemos en un tugurio barato e inmediatamente tenemos un
corro de ellas a nuestra disposición. Al cabo de unos minutos está bailando con
una puta desnuda, una rubia enorme con arrugas en las mejillas. Veo el culo de
ésta reflejado una docena de veces en los espejos que cubren las paredes... y esos
dedos de él, obscenos y nudosos, que la agarran tenazmente. La mesa está llena de
vasos de cerveza, la pianola está jadeando. Las chicas que no tienen cliente
están sentadas plácidamente en los bancos de cuero, rascándose tranquilamente
como una familia de chimpancés. Hay una especie de pandemónium mitigado en la
atmósfera, una impresión de violencia reprimida, como si la explosión esperada
requiriera el advenimiento de algún detalle completamente insignificante, algo
microscópico pero totalmente impremeditado, completamente inesperado. En esa
especie de semiarrobamiento que te permite participar en un acontecimiento y,
aun así, permanecer completamente aparte, el pequeño detalle que faltaba empezó
oscura pero insistentemente a coagularse, a adquirir una forma caprichosa y
cristalina, como la escarcha que se acumula en el cristal de la ventana. Y como
esos dibujos de la escarcha que parecen tan extraños, tan totalmente libres y
fantásticos pero que, aun así, están determinados por las más rígidas leyes,
esa sensación que empezó a tomar forma en mi interior parecía obedecer también
a leyes ineluctables. Todo mi ser respondía a los dictados de un ambiente que
no había experimentado nunca; lo que podría llamar mi yo parecía contraerse,
condensarse, escapar de los límites antiguos y habituales de la carne cuyo
perímetro conocía sólo las modulaciones de las extremidades nerviosas.
Y cuanto más sustancial, más sólido se volvía mi centro, más delicada y
extravagante aparecía la realidad inmediata, palpable, de la que iba quedando
separado. En la misma medida en que me volvía cada vez más metálico, la escena
que se producía ante mis ojos iba adquiriendo mayor amplitud. La tensión era ya
tan intensa, que la introducción de una sola partícula extraña, aunque fuera
una partícula microscópica, como digo, habría hecho añicos todo. Por una
fracción de segundo quizá, experimenté esa claridad total que, según dicen, el
epiléptico tiene el privilegio de conocer. En aquel momento perdí completamente
la ilusión del tiempo y del espacio: el mundo desplegó su drama simultáneamente
a lo largo de un meridiano sin eje. En aquella especie de eternidad pendiente
de un hilo sentí que todo estaba justificado, supremamente justificado; sentí
mis guerras interiores, que habían dejado esa pulpa y esos despojos; sentí los
crímenes que bullían allí para surgir mañana en titulares sensacionales; sentí
la miseria que estaba moliéndose a sí misma con almirez y mortero, la larga y
triste miseria que se derrama gota a gota en pañuelos sucios. En el meridiano
del tiempo no hay injusticia: sólo hay la poesía del movimiento que crea la
ilusión de la verdad y del drama. Si en cualquier momento y en cualquier parte
se encuentra uno cara a cara con lo absoluto, la gran simpatía que hace parecer
divinos a hombres como Gautama y Jesús se enfría y se desvanece; lo monstruoso
no es que los hombres hayan creado rosas a partir de este estercolero, sino que
deseen rosas... Por una razón u otra, el hombre busca el milagro y para
lograrlo es capaz de abrirse paso entre la sangre. Es capaz de corromperse con
ideas, de reducirse a una sombra, si por un solo segundo de su vida puede
cerrar los ojos ante la horrible fealdad de la realidad. Todo se soporta
—ignominia, humillación, pobreza, guerra, crimen, ennui — gracias al convencimiento de que
de la noche a la mañana algo ocurrirá, un milagro, que vuelva la vida
tolerable. Y mientras tanto un contador está corriendo en su interior y no hay
mano que pueda llegar hasta él para detenerlo. Mientras tanto alguien está
comiendo el pan de la vida y bebiendo el vino, un sacerdote sucio y gordo como
una cucaracha que se esconde en el sótano para zampárselo, mientras arriba, a
la luz de la calle, una hostia fantasma toca los labios y la sangre está pálida
como el agua. Y de ese tormento y miseria eternos no resulta ningún milagro, ni
un vestigio microscópico de milagro. Sólo ideas, ideas pálidas, atenuadas, que
hay que cebar mediante la matanza, ideas que brotan como bilis, como las tripas
de un cerdo, cuando lo abren en canal.
Y, por eso, pienso en el milagro que sería que ese milagro que el hombre
espera eternamente resultara no ser sino esos dos enormes chorizos que el fiel
discípulo soltó en el bidet. ¿Y si en el
último momento, cuando la mesa del banquete esté puesta y resuenen los
címbalos, apareciera de repente, y sin aviso alguno, una fuente de plata en la
que hasta los ciegos pudiesen ver que no hay ni más ni menos que dos enormes chorizos
de mierda? Creo que eso sería más milagroso que cualquier cosa que el hombre
haya esperado. Sería milagroso porque no se habría soñado. Sería más milagroso
que hasta el sueño más descabellado porque cualquiera podría imaginar esa posibilidad,
pero nadie lo ha hecho nunca, y probablemente nadie lo hará jamás.
En cierto modo la comprensión de que no había nada que esperar tuvo un
efecto saludable para mí. Durante semanas y meses, durante años, durante toda
mi vida, de hecho, había estado esperando que algo ocurriera, algún
acontecimiento intrínseco que transformase mi vida, y en aquel momento,
inspirado por la desesperanza de todo, sentí como si me hubieran quitado un
gran peso de encima. Al amanecer me separé del joven hindú, después de haberle
sacado unos francos, los suficientes para pagar una habitación. Mientras
caminaba hacia Montparnasse, decidí dejarme llevar por la corriente, no oponer
la menor resistencia al destino, como quiera que se presentase. Nada de lo que
me había ocurrido hasta entonces había bastado para destruirme; nada había
quedado destruido, salvo mis ilusiones. Personalmente estaba intacto. El mundo
estaba intacto. Mañana podría haber una revolución, una peste, un terremoto;
mañana podría no quedar ni un alma a la que recurrir en busca de compasión, de
ayuda, de fe. Me parecía que la gran calamidad ya se había manifestado, que no
podía estar más auténticamente solo que en aquel preciso momento. Tomé la
determinación de no aferrarme a nada, de no esperar nada, de vivir en adelante
como un animal, como un depredador, un pirata, un saqueador. Aun cuando se
declarara la guerra, y me tocase ir, agarraría la bayoneta y la hundiría, la hundiría
hasta el puño. Y si la orden del día era violar, en ese caso violaría y con furia.
En aquel preciso momento, en el tranquilo amanecer de un nuevo día, ¿acaso no
estaba la tierra aturdida por el crimen y la miseria? ¿Acaso había resultado transformado
un solo elemento de la naturaleza, transformado vital, fundamentalmente, por la
marcha incesante de la historia? Pura y simplemente, el hombre se ha visto
traicionado por lo que llama la parte mejor de su naturaleza. En los límites
extremos de su ser espiritual el hombre se ha vuelto a encontrar desnudo como
un salvaje. Cuando encuentra a Dios, por decirlo así, ha quedado despojado: es un
esqueleto. Hay que excavar de nuevo en la vida para echar carne. El verbo ha de
hacerse carne; el alma está sedienta. Me abalanzaré sobre cualquier migaja en
que clave los ojos y la devoraré. Si vivir es lo supremo, entonces viviré, aun
cuando deba volverme un caníbal. Hasta ahora he procurado salvar mi preciosa
piel, he procurado preservar los pocos pedazos de carne que me cubren los
huesos. Eso se acabó. He llegado al límite de la resistencia. Estoy de espaldas
contra la pared; no puedo retroceder más. Por lo que se refiere a la historia,
estoy muerto. Si hay algo más allá, tendré que reaccionar. He encontrado a
Dios, pero no es suficiente. Sólo estoy muerto espiritualmente. Físicamente
estoy vivo. Moralmente soy libre. El mundo que he abandonado es una casa de
fieras. El amanecer se alza sobre un mundo nuevo, una jungla en que vagan
espíritus flacos y con garras aguzadas. Si soy una hiena, soy una hiena flaca y
hambrienta: salgo de caza para engordar.”