1. Mi madre nos leía a Neruda en Quilpué, en Cauquenes, en Los
Ángeles. 2. Un único libro: Veinte
poemas de amor y una canción desesperada, Editorial Losada, Buenos Aires,
1961. En la portada un dibujo de Neruda y un aviso de que aquélla era la
edición conmemorativa de un millón de ejemplares. ¿En 1961 se había vendido un
millón de ejemplares de los Veinte poemas o se trataba de la
totalidad de la obra publicada de Neruda? Me temo que lo primero,
aunque ambas posibilidades son inquietantes, y ya inexistentes. 3. En la segunda página del libro está
escrito el nombre de mi madre, María Victoria Avalos Flores. Una observación
tal vez superficial, contra todos los indicios, me hace concluir que no fue
ella quien escribió su nombre allí. Tampoco es la letra de mi padre, ni de
nadie que yo conozca. ¿De quién, entonces? Tras observar cuidadosamente esa
firma desdibujada por los años tengo que admitir, si bien con reservas, que es
la de mi madre. 4. En 1961, en 1962,
mi madre tenía menos años de los que yo tengo ahora, no llegaba a los
treintaicinco, y trabajaba en un hospital. Era joven y animosa. 5. Los Veinte poemas, mis Veinte
poemas, han recorrido un largo camino. Primero por diversos pueblos del sur
de Chile, después por varias casas de México DF, después por tres ciudades de
España. 6. El libro, por supuesto,
no era mío. Primero fue de mi madre. Ésta se lo regaló a mi hermana y cuando mi
hermana se fue de Gerona rumbo a México me lo regaló a mí. Entre los libros que
me dejó mi hermana mis favoritos eran los de ciencia ficción y la obra
completa, hasta ese momento, de Manuel Puig, que yo mismo le había regalado y
que entonces releí. 7. Neruda ya no
me gustaba. ¡Y menos aún los Veinte poemas de amor! 8. En 1968
mi familia se fue a vivir a México DF. Dos años después, en 1970, conocí a
Alejandro Jodorowski, que para mí encarnaba al artista de prestigio. Lo busqué
a la salida de un teatro (dirigía una versión de Zaratustra, con Isela
Vega), le dije que quería que me enseñara a dirigir películas y desde entonces
me convertí en asiduo visitante de su casa. Creo que no fui un buen alumno.
Jodorowski me preguntó cuánto gastaba en tabaco cada semana. Le
dije que bastante, pues desde siempre
he fumado como un carretero. Jodorowski me dijo
que dejara de fumar y que ese dinero lo invirtiera en pagar unas clases de
meditación zen con Ejo Takata. De acuerdo, dije. Durante unos días estuve con
Ejo Takata, pero a la tercera sesión decidí que eso no era lo mío. 9. Abandoné a Ejo Takata en plena
sesión de meditación zen. Cuando quise dejar la fila el japonés se abalanzó
sobre mí blandiendo un bastón de madera, el mismo con el que golpeaba a los
alumnos que así se lo pedían. Es decir, Ejo ofrecía el bastón, los alumnos
decían sí o no y en caso de ser la respuesta afirmativa Ejo les descerrajaba
unos planazos que atronaban el espacio en penumbra impregnado de incienso. 10. A mí, sin embargo, no me ofreció la
posibilidad de denegar los golpes. Su ataque fue fulminante y estentóreo. Yo estaba
junto a una chica, cerca de la puerta, y Ejo estaba al fondo de la habitación.
Supuse que tenía los ojos cerrados y creí que no me iba a escuchar cuando me
marchara. Pero el pinche japonés me escuchó y se abalanzó sobre mí gritando el
equivalente zen de banzai. 11. Mi
padre fue campeón de boxeo amateur en la categoría de los pesos pesados. Su
invicto reinado se circunscribió al sur de Chile. A mí nunca me gustó boxear,
pero aprendí desde chico; siempre hubo un par de guantes de boxeo en mi casa,
ya fuera en Chile o en México. 12.
Cuando el maestro Ejo Takata se abalanzó gritando sobre mí probablemente no
pretendía hacerme daño, tampoco esperaba que yo automáticamente me defendiera.
Los planazos de su bastón servían generalmente para desentumecer los nervios
agarrotados de sus discípulos. Pero yo no tenía los nervios agarrotados, yo
sólo quería largarme de allí de una vez por todas. 13. Si crees que te atacan, te defiendes, ésa es una ley natural,
sobre todo a los diecisiete años, sobre todo en el DF. Ejo Takata era nerudiano
en la ingenuidad. 14. Según
Jodorowski, él había introducido a Ejo Takata en México. Durante una época
Takata buscaba drogadictos por las selvas de Oaxaca, la mayoría
norteamericanos, que no habían podido regresar después de un viaje alucinógeno.
15. Por lo demás, la experiencia con
Takata no hizo que dejara de fumar. 16.
Una de las cosas que me gustaba de Jodorowski era que hablaba de los
intelectuales chilenos (generalmente en contra) y me incluía a mí. Eso me
proporcionaba una gran confianza, aunque por descontado yo no tenía la más
mínima intención de ser como aquellos intelectuales. 17. Una tarde, no sé por qué, nos pusimos a hablar de poesía
chilena. El dijo que el más grande era Nicanor Parra. Acto seguido, se puso a
recitar un poema de Nicanor, y luego otro, y luego finalmente otro. Jodorowski
recitaba bien, pero los poemas no me impresionaron. Yo era por entonces un
joven hipersensible, además de ridículo y muy orgulloso, y afirmé que el mejor
poeta de Chile, sin duda alguna, era Pablo Neruda. Los demás, añadí, son unos
enanos. La discusión debió de durar media hora. Jodorowski esgrimió argumentos
de Gurdjieff, Krishnamurti y Madame Blavatski, luego habló de Kierkegaard y
Wittgenstein, luego de Topor, Arrabal y él mismo. Recuerdo que dijo que
Nicanor, de paso para alguna parte, se había alojado en su casa. En esa
afirmación entreví un orgullo pueril que desde entonces nunca he dejado de
percibir en la mayoría de los escritores. 18.
En alguno de sus escritos Bataille dice que las lágrimas son la última forma de
comunicación. Yo me puse a llorar, pero no de una manera normal y formal, es
decir dejando que mis lágrimas se deslizaran suavemente por las mejillas,
sino de una manera salvaje, a borbotones, más o menos como llora Alicia en el
País de las Maravillas, inundándolo todo. 19.
Cuando salí de casa de Jodorowski supe que nunca más iba a volver allí y eso me
dolió tanto como sus palabras y seguí llorando por la calle. También supe, pero
esto de una forma más oscura, que no volvería a tener un maestro tan simpático,
un ladrón de guante blanco, el estafador perfecto. 20. Pero lo que más me extrañó de mi actitud fue la defensa más
bien miserable y poco argumentada, pero defensa al fin y al cabo, que hice de
Pablo Neruda, de quien sólo había leído los Veinte poemas de amor (que
por entonces me parecían involuntariamente humorísticos) y el Crepusculario,
cuyo poema «Farewell» encarnaba el colmo de los colmos de la cursilería,
pero por el cual siento una inquebrantable fidelidad. 21. En 1971 leí a Vallejo, a Huidobro, a Martín Adán, a Borges, a
Oquendo de Amat, a Pablo de Rokha, a Gilberto Owen, a López Velarde, a Oliverio
Girondo. Incluso leí a Nicanor Parra. ¡Incluso leí a Pablo Neruda! 22. Los poetas mexicanos de entonces
que eran mis amigos y con quienes compartía la bohemia y las lecturas, se
dividían básicamente entre vallejianos y nerudianos. Yo era parriano en el
vacío, sin la menor duda. 23. Pero
hay que matar a los padres, el poeta es un huérfano nato. 24. En 1973 volví a Chile en un largo viaje por tierra y por mar
que se dilató al arbitrio de la hospitalidad. Conocí a revolucionarios de
distinto pelaje. El torbellino de fuego en el que Centroamérica no tardaría en
verse envuelta ya se avizoraba en los ojos de mis amigos, que hablaban de la
muerte como quien cuenta una película. 25.
Llegué a Chile en agosto de 1973. Quería participar en la construcción del
socialismo. El primer libro de poemas que compré fue Obra gruesa, de
Parra. El segundo, Artefactos, también de Parra. 26. Tenía menos de un mes para
disfrutar de la construcción del
socialismo. Por supuesto, yo entonces no lo sabía. Era
parriano en la ingenuidad. 27.
Asistí a una exposición y vi a varios poetas chilenos, fue espantoso. 28. El once de septiembre me presenté
como voluntario en la única célula operativa del barrio en donde yo vivía. El
jefe era un obrero comunista, gordito y perplejo, pero dispuesto a luchar. Su
mujer parecía más valiente que él. Todos nos amontonamos en el pequeño comedor
de suelo de madera. Mientras el jefe de la célula hablaba me fijé en los libros
que tenía sobre el aparador. Eran pocos, la mayoría novelas de vaqueros como
las que leía mi padre. 29. El once
de septiembre fue para mí, además de un espectáculo sangriento, un espectáculo
humorístico. 30. Vigilé una calle
vacía. Olvidé mi contraseña. Mis compañeros tenían quince años o eran jubilados
o desempleados. 31. Cuando murió
Neruda yo ya estaba en Mulchén, con mis tíos y tías, con mis primos. En
noviembre, mientras viajaba de Los Ángeles a Concepción, me detuvieron en un
control de carretera y me metieron preso. Fui el único al que bajaron del
autobús. Pensé que me iban a matar allí mismo. Desde el calabozo oí la
conversación que sostuvo el jefe del retén, un carabinero jovencito y con cara
de hijo de puta (un hijo de puta revolviéndose en el interior de un saco de
harina), con sus jefes de Concepción. Decía que había capturado a un terrorista
mexicano. Luego se retractó y dijo: terrorista extranjero. Mencionó mi acento,
mis dólares, la marca de mi camisa y de mis pantalones. 32. Mis bisabuelos, los Flores y los Grana, intentaron vanamente
domar la Araucanía (aunque no fueron capaces ni de domarse a sí mismos), por lo
que es probable que fueran nerudianos en la desmesura; mi abuelo Roberto Avalos
Martí fue coronel y estuvo destinado en varias plazas del sur hasta una
jubilación temprana y oscura, lo que me hace pensar que fue nerudiano en el
blanco y en el azul; mis abuelos paternos llegaron de Galicia y Cataluña,
dejaron sus vidas en la provincia de Bío-Bío y fueron nerudianos en el paisaje
y en la laboriosa lentitud. 33.
Durante algunos días estuve encerrado en Concepción y luego me soltaron. No me
torturaron, como temía, ni siquiera me robaron. Pero tampoco me dieron nada
para comer ni para taparme por las noches, por lo que tuve que vivir de la
buena voluntad de los presos que compartían su comida conmigo. De madrugada
escuchaba cómo torturaban a otros, sin poder dormir, sin nada que leer, salvo
una revista en inglés que alguien había olvidado allí y en la que lo único
interesante era un artículo sobre una casa que en otro tiempo perteneció al
poeta Dylan Thomas. 34. Me sacaron
del atolladero dos detectives, ex compañeros míos en el Liceo de Hombres de Los
Ángeles, y mi amigo Fernando Fernández, que tenía un año más que yo, veintiuno,
pero cuya sangre fría era sin duda equiparable a la imagen ideal del inglés que
los chilenos desesperada y vanamente intentaron tener de sí mismos. 35. En enero de 1974 me marché de
Chile. Nunca más he vuelto. 36.
¿Fueron valientes los chilenos de mi generación? Sí, fueron valientes. 37. En México me contaron la historia
de una muchacha del MIR a la que torturaron introduciéndole ratas vivas por la
vagina. Esta muchacha pudo exiliarse y llegó al DF. Vivía allí, pero cada día
estaba más triste y un día se murió de tanta tristeza. Eso me dijeron. Yo no la
conocí personalmente. 38. No es una
historia extraordinaria. Sabemos de campesinas guatemaltecas sometidas a
vejaciones sin nombre. Lo increíble de esta historia es su ubicuidad. En París
me contaron que una vez llegó allí una chilena a la que habían torturado de la
misma manera. Esta chilena también era del MIR, tenía la misma edad que la
chilena de México y había muerto, como aquélla, de tristeza. 39. Tiempo después supe la historia de
una chilena de Estocolmo, joven y militante del MIR o ex militante del MIR,
torturada en noviembre de 1973 con el sistema de las ratas y que había muerto,
para asombro de los médicos que la cuidaban, de tristeza, de morbus
melancholicus. 40. ¿Se puede morir
de tristeza? Sí, se puede morir de tristeza, se puede morir de hambre (aunque
es doloroso), se puede morir incluso de spleen. 41. ¿Esta chilena desconocida, reincidente en la tortura y en la
muerte, era la misma o se trataba de tres mujeres distintas, si bien
correligionarias en el mismo partido y de una belleza similar? Según un amigo,
se trataba de la misma mujer que, como en el poema de Vallejo «Masa», al morir
se iba multiplicando sin dejar por ello de morir. (En realidad, en el poema de
Vallejo el muerto no se multiplica, quienes se multiplican son los suplicantes,
los que no quieren que muera.) 42.
Hubo una vez una poeta belga llamada Sophie Podolski. Nació en 1953 y se
suicidó en 1974. Sólo publicó un libro, llamado Le Pays oü tout estpermis (Montfaucon
Research Center, 1972, 280 páginas facsímiles). 43. Germain Nouveau (1852-1920), que fue amigo de
Rimbaud, pasó los últimos años de su vida como vagabundo y como
mendigo. Se hacía llamar Humilis (en 1910 publicó Les poemes
d’Humilis) y vivía en las puertas de las iglesias. 44. Todo es posible. Eso todo poeta debería saberlo. 45. Una vez me preguntaron cuáles eran
los jóvenes poetas chilenos que a mí
me gustaban. Tal vez no emplearan la
palabra «jóvenes» sino «actuales». Dije que me gustaba Rodrigo Lira,
aunque éste ya no pueda ser actual (pero sí joven, más joven que todos
nosotros) puesto que está muerto. 46.
Parejas de baile de la joven poesía chilena: los nerudianos en la geometría con
los huidobrianos en la crueldad, los mistralianos en el humor con los rokhianos
en la humildad, los parrianos en el hueso con los lihneanos en el ojo. 47. Lo confieso: no puedo leer el libro
de memorias de Neruda sin sentirme mal, fatal. Qué cúmulo de contradicciones. Qué
esfuerzos para ocultar y embellecer aquello que tiene el rostro desfigurado.
Qué falta de generosidad y qué poco sentido del humor. 48. Hubo una época felizmente ya pasada de mi vida en que veía por
el pasillo de mi casa a Adolf Hitler. Hitler no hacía nada más que caminar
pasillo arriba y pasillo abajo y cuando pasaba por la puerta abierta de mi
dormitorio ni siquiera me miraba. Al principio pensaba que era (¿qué otra cosa
podía ser?) el demonio y que mi locura era irreversible. 49. Quince días después Hitler se esfumó y yo pensé que
el siguiente en aparecer sería Stalin. Pero Stalin no apareció. 50. Fue Neruda el que se
instaló en mi pasillo. No quince días, como Hitler, sino tres, un tiempo
considerablemente más corto, señal de que la depresión amenguaba. 51. En contrapartida, Neruda hacía
ruidos (Hitler era silencioso como un trozo de hielo a la deriva), se quejaba,
murmuraba palabras incomprensibles, sus manos se alargaban, sus pulmones
sorbían el aire del pasillo (de ese frío pasillo europeo) con fruición, sus
gestos de dolor y sus modales de mendigo de la primera noche
fueron cambiando de tal manera que
al final el fantasma parecía recompuesto, otro, un
poeta cortesano, digno y solemne. 52.
A la tercera y última noche, al pasar por delante de mi puerta, se detuvo y me
miró (Hitler nunca me había mirado) y, esto es lo más extraordinario, intentó
hablar, no pudo, manoteó su impotencia y finalmente, antes de desaparecer con
las primeras luces del día, me sonrió (¿como diciéndome que toda comunicación
es imposible pero que, sin embargo, se debe hacer el intento?). 53. Conocí hace tiempo a tres hermanos
argentinos que murieron intentando hacer la revolución en países diferentes de
Latinoamérica. Los dos mayores se traicionaron mutuamente y de paso
traicionaron al menor. Éste no cometió
traición alguna, y murió, dicen,
llamándolos, aunque lo más probable es que muriera en silencio. 54. Los hijos del león español, decía
Rubén Darío, un optimista nato. Los hijos de Walt Whitman, de José Martí, de
Violeta Parra; desollados, olvidados, en fosas comunes, en el fondo del mar,
sus huesos mezclados en un destino troyano que espanta a los supervivientes.
55. Pienso en ellos estos días en que los veteranos de las Brigadas
Internacionales visitan España, viejitos que bajan de los autocares con el puño
en alto. Fueron 40.000 y hoy vuelven a España 350 o algo así. 56. Pienso en Beltrán Morales, pienso
en Rodrigo Lira, pienso en Mario Santiago, pienso en Reinaldo Arenas. Pienso en
los poetas muertos en el potro de tortura, en los muertos de sida, de
sobredosis, en todos los que creyeron en el paraíso latinoamericano y murieron
en el infierno latinoamericano. Pienso en esas obras que acaso permitan a la
izquierda salir del foso de la vergüenza y la inoperancia. 57. Pienso en nuestras vanas cabezas puntiagudas y en la muerte
abominable de Isaac Babel. 58.
Cuando sea mayor quiero ser nerudiano en la sinergia. 59. Preguntas para antes de dormir. ¿Por qué a Neruda no le gustaba
Kafka? ¿Por qué a Neruda no le gustaba Rilke? Por qué a Neruda no
le gustaba De Rokha? 60. ¿Barbusse
le gustaba? Todo hace pensar que sí. Y Shólojov. Y Alberti. Y Octavio Paz.
Extraña compañía para viajar por el Purgatorio. 61. Pero también le gustaba Eluard, que escribía poemas de amor. 62. Si Neruda hubiera sido cocainómano,
heroinómano, si lo hubiera matado un cascote en el Madrid sitiado del 36, si
hubiera sido amante de Lorca y se hubiera suicidado tras la muerte de éste,
otra sería la historia. ¡Si Neruda fuera el desconocido que en el fondo
verdaderamente es! 63. ¿En el sótano
de lo que llamamos «Obra de Neruda» acecha Ugolino dispuesto a devorar a sus
hijos? 64. ¡Sin ningún
remordimiento! ¡Inocentemente! ¡Sólo porque tiene hambre y ningún deseo de
morirse! 65. No tuvo hijos, pero el
pueblo lo quería. 66. ¿Como a la
Cruz, hemos de volver a Neruda con las rodillas sangrantes, los pulmones
agujereados, los ojos llenos de lágrimas? 67. Cuando nuestros
nombres ya nada signifiquen, su nombre seguirá brillando, seguirá planeando sobre
una literatura imaginaria llamada literatura chilena. 68. Todos los poetas, entonces, vivirán
en comunas artísticas llamadas cárceles o manicomios. 69. Nuestra casa imaginaria, nuestra casa común.
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