Mi
temporada en el infierno (*)
Odio
a los resentidos, a los egoístas, a los impuros. ¡Y yo soy todo eso! Tengo
amigos resentidos -¡pobres!, lo digo sin ironía, amarillos de resentimientos,
con ojos celosos y miradas amargas. Quisiera decir sus nombres para que
lloraran, decirlos letra por letra, de tanto odio que les tengo. Porque al
decir sus nombres morirían. Pero en el fondo, no quiero que mueran; yo sufriría
más por esas muertes. Mejor, quiero morir yo por esas muertes, no existir
súbitamente, que me olviden, que no me lloran nada como si nunca hubiera
existido.+
Tengo
otros amigos, puros, inmerecidos. En realidad todos mis amigos, los buenos y
los malos, son inmerecidos y todo lo que yo tengo es inmerecido. Tengo una
mujer nobilísima y buena, que ignora todo lo que yo puedo hacer sufrir. A todos
los amo. Y a ella ¡es tan terrible amarla, y es tan terrible haberme ligado a
la gente cuando mi único premio y único castigo está en la soledad! Lo que me
ciega, mirándome a mí mismo, mirando las cosas existentes, es la calidad
espantosa de los hombres. Si los perros no fuesen animales tan buenos –aunque
hay perros malos, como estrellas malas-, yo diría que los hombres son perros. Pero
no. No hay hombres que tengan la bondad, la pureza y la honestidad de los
animales, de los escarabajos o de las hormigas, de los gusanos o de los
pájaros. Cuando el hombre lee esto -¡ya se ha escrito tantas veces y se ha
repetido tanto!- se entristece mínimamente, convenientemente, canallescamente.
¡No piensa en él! ¡No, el miserable! Piensa en algo por encima de él, en algo
que no le toca, en el hombre como género y como tipo abstracto. Pero eres tú,
soy yo. Somos tú y yo quienes no podemos igualarnos a los animales en belleza y
honradez.
El
hombre tiene esa cosa diabólica que es la inteligencia. Y con ella hace
tratados y filosofías y queda Grande, Intocable, en medio de las cosas que
existen. Odio ese poder que nos ha dado el demonio. Aborrezco ese poder que nos
ensalza y que nos niega.
He
dicho todo. Seguramente no he dicho nada. Mi madre agoniza, aquí, cerca de mí.
Y apenas si sufro remotamente, como por deber. Mi hermano, el Crucificado, es
más puro y más sincero. Él se declaró en rebeldía, con toda su locura a
cuestas, sin importarle nada. Yo estoy aquí, mirando sufrir a mis gentes. A la
tía flaca y tonta, única cuyo llanto me hace llorar, porque es el llanto más
torpe, más avergonzado y humillado –parece solicitar permiso humildemente para
desatar sus lágrimas-, el llanto más parecido al de los animales, al de los
perros.
Acaso
mostraré estos renglones a las gentes, a dos o tres amigos, de quienes siempre
pediré perdón. Y pareceré como esos pobres que muestran un certificado de
defunción para recibir una limosna. Yo no sé si desee una limosna, porque tengo
cierto orgullo. Pero creo que todos –el poderoso y el humilde, el reverenciado
y el humillado- tienen necesidad de alguna limosna en la vida.
Estoy
escribiendo y ésa es mi manera de llorar. Odio la literatura. Yo sólo he
querido dar de gritos, gritar hasta quedar sordo, porque no quiero oír nada
más, nada, ni el viento ni la muerte.
Por
último: seré tan pobre todavía, más tarde, al leer estos renglones, que
mostraré una sonrisa escéptica y me burlaré de mí mismo, avergonzado de haber
llorado en una plaza pública.
27
de agosto de 1939, esperando la muerte de mi madre. Mi madre murió este mismo
día, a las 5:45 pm.
(*) Fragmento tomado del
tomo I de Las evocaciones requeridas, memorias de José Revueltas
publicadas por la Editorial Era.