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Fuimos a
ver la catedral, me afectó un poco, era algún tipo de arquitectura, y entramos
y estaba lloviendo un poco (fuera) y dentro olía un poco como a meados , y el
interior era más impresionante que el exterior, subía y subía y casi me hizo
confiar en la posibilidad de aceptar al
Dios cristiano en lugar de mis 17 minúsculos dioses protectores, porque un gran
Dios me habría ayudado en medio de tanta porquería y terror y dolor y horror,
todo habría sido más fácil y quizás incluso más lógico, me habría ayudado a
entender a alguna de las putas y a alguna de las mujeres con las que había
vivido, los trabajos aburridos, la falta de trabajo, las noches de locura y
hambre, y supongo que cada persona que ponía los pies en aquella catedral había
tenido los mismos pensamientos y algunos de sus pensamientos les había llevado
a convertirse, pero yo, pensé, si me convirtiera, si creyera, entonces tendría
que dejar al diablo solo, allá abajo con sus llamas, y eso no sería muy amable
por mi parte, porque en los acontecimientos deportivos yo casi siempre tendía a
animar al perdedor, y en los acontecimientos espirituales estaba afectado por
la misma enfermedad, porque yo no era un hombre que pensara, yo me movía por lo
que sentía y mis sentimientos se dirigían a los lisiados, a los torturados, a
los condenados y a los perdidos, no por compasión sino por camaradería, porque
yo era uno de ellos, perdido, confuso, indecente, miserable, miedoso; injusto y
amistoso sólo a ráfagas, y aunque estuviera jodido, sabía que eso me ayudaba,
no me curaba, sólo reafirmaba mis sentimientos.
El gran
Dios poseía demasiadas armas para mí, era demasiado justo y demasiado
poderoso. Yo no quería ser perdonado o aceptado o encontrado, quería algo
menos que eso, no demasiado: una mujer con una mediana honestidad en cuerpo y alma,
un automóvil, un lugar donde estar, algo de comida y no demasiados dolores de
muelas, ni ruedas pinchadas, ni largas enfermedades hasta la muerte; hasta un
televisor con malos programas estaría bien, y un perro sería agradable, y muy
pocos amigos y buena fontanería y suficiente bebida para llenar los espacios
hasta la muerte, de la que (para ser un cobarde) tenía muy poco miedo. La
muerte tenía muy poco significado para mí. Era la última broma de una
serie de bromas pesadas. La muerte no era un problema para los muertos. La
muerte era otra película, no había por qué preocuparse. La muerte sólo causaba
problemas a los que quedaban atrás que tenían alguna relación con el muerto, y
los problemas crecían de manera directamente proporcional a la fortuna que
dejaba el muerto. Con un vagabundo de los barrios bajos el único problema
era la recogida de la basura. Unos cuantos entran en el mundo ricos pero todos
se van arruinados. Desde luego, con los artistas es diferente: el artista deja tras
de sí un pequeño perfume que algunos llaman
inmortalidad, y, por supuesto, cuanto mejor es lo que hace más grande es el
hedor que deja tras de sí: en color, en sonido, en letra impresa, en piedra y
en otras formas. Pero esta inmortalidad es sólo un defecto de la vida: la gente
se cuelga en el hedor, lo adoran. Esto no es un defecto del artista. El artista
sabe que no pertenece a la inmortalidad más de lo que pertenece a la vida. Sólo
un intento, y basta, dejemos que el siguiente pruebe suerte.
No es
que empezara a aburrirme de estar en la catedral pero me había paseado por mis
pensamientos y estaba resacoso y soñoliento (como de costumbre); tenía serios
problemas para mantener los ojos abiertos, pero eso no estaba mal, en realidad
creo que es un error mirarlo todo, es agotador: deberíamos escoger las cosas,
digerirlas un poco y dejarlas en paz.
La gente
se altera porque no comprende la matemática central y aguantan durante
demasiado tiempo la misma rutina, y más tarde rechazan follar con sus amantes o
pegan a sus hijos o tienen indigestión o insomnio, gases, úlceras sangrantes,
odian la economía y a los dirigentes, al gobierno, las carreteras –todos los
odios lógicos e inútiles-, tienen calambres en los dedos de los pies, espasmos
en la espalda, y el insomnio acaba en pesadilla. Porque han mantenido los ojos
abiertos durante todo el maldito día del Señor y han visto demasiado.